Caminando, separadas entre las
mantarrayas de niebla en que se volvieron hoy tus sábanas tras su ausencia.
Buscando un centímetro de ti en el vacío más grande, equivalente a la
habitación más pequeña. Ella sigue escuchando tus pasos antes de irte y antes
de que caminaras meneándote, como si te despidieras para siempre.
Como Adán y Eva, pero sin Adán y
con Lilith, Gaby y Wendy, se habían entregado a un miedo insuperable: dejar
amarse sin moral. Como el dragón y el unicornio. Gaby de metal, Wendy de
madera, dando a “mujer” un significado de un mundo con sede en la calle Edison
noventa y uno, cuarto siete y que colindaba con ningún lado. Aunque la pequeña
ventana daba a San Cosme.
Un martes, como cualquiera, Wendy
encontró ese par de piernas con las rodillas chuecas, la piel lisa y morena; y
poco después encontraría los ojos de quien días más tarde se llamaría Gaby en
esa solidaridad del secreto. De esos secretos que sólo son de dos.
- Si subieras la escalera conmigo, una no
muy larga que nos llevara a ningún lado. No al vacío: A ningún lado. –
Repetía esa voz dentro de tu cabeza
El noticiero en la televisión de
la cafetería, decía cosas que, a ninguna de las dos, sin saberlo mutuamente,
les interesaban. Ese televisor de esa cafetería donde el bísquet y el café con
leche descafeinado iban y venían de los labios de Gaby, como si la soledad
fuese un acto de valentía y una lucha constante contra la nata.
Wendy y sus ojos eran un columpio
entre la diversión y el poder, iban de la franja blanca de las pantaletas
asomadas de Gaby, pasando por el blanco del azúcar asentado al fondo de la taza
y luego el blanco de los dientes mordiendo el blanco de las entrañas del
bísquet.
Ojalá tu soledad y mi libertad
pudieran fusionarse y hacer una receta nueva.
- ¿Te has
preguntado a dónde va la humanidad cuando una mujer se enamora de alguien que
no es un hombre? o ¿Dónde está dios cuando te penetro con mis dedos hasta tocar
tu vientre indeciso? ¿Dónde están ellos cuando triunfamos sobre su género? –
dijo Wendy con seguridad para romper el hilo.
Quizá solo algún dios antiguo,
como Quetzalcóatl, Afrodita o Ra, podía presenciarlas y bendecirlas.
¿Dónde estaba Víctor cuando ella
subía la escalera de tus muslos y tus rodillas? Y las subía y la bajaba una
docena de veces sin que se enterara el mundo o, al menos, tu mundo convencional.
She loves you se escuchaba en la radio, como un presagio de Lennon
al oído de Gaby, quien no se había percatado que, al salir del café, su sombra
llevaba compañía y, no fue hasta el track
siete del álbum rojo, en que el silencio, la ubicación de la parada del camión
y la calle vacía, la hicieron voltear e inevitablemente verla.
No hubo palabras.
Tres cuadras después, en la calle
Edison, habían llegado los besos, las promesas a olvidar y el anillo quemando
el dedo en la mano izquierda de Gaby, pero a Wendy no le interesó saber de
Víctor.
- Déjame ser
siempre tu canción, quiero ¡Oh, sí! ¡Quiero esos senos por siempre! ¡Esos que
son tan exactos como la pequeña serenata diurna de Mozart y tan salvajes como
la quinta sinfonía de Beethoven! Tu nombre y el mío, Wendy y Gaby, serán
nuestra propia sinfonía secreta, con un ritmo propio y natural – le susurraba
al oído mientras sus sudores se fusionaban en las bisagras del cuerpo.
- ¡Que él, no
me encuentre besando a otro, mas bien a otra! – Respondía en silencio la
conciencia del estúpido mundo superficial de Gaby.
Mientras tanto, en el mundo azul
de Wendy, los besos se derramaban en la piel de la espalda de aquel dragón que
se negaba a ver los ojos de un unicornio desnudo.
El suicidio anunciado de néctares
entrecruzados, el purgatorio tan lejos del cielo y, ellas, tan cerca de lo que
nunca ha existido y que era ahora tangible.
Pecho a pecho, pelvis con pelvis.
Las piernas de Gaby temblaban de placer y un poco de miedo. Wendy, como un
triunfo no deseado, descubrió el anillo dorado en el dedo adecuado, en la mano
adecuada y entonces, Gaby tuvo que irse, repentinamente y a medio vestir.
Por toda la calle Edison, se
perdió hasta no verse más, entre la poca gente que caminaba a esa hora,
ignorando la historia que se escribía. La sombra de Wendy detrás, no fue
suficiente para que Gaby volteara al menos una vez.
- Mis lágrimas son ahora tu peor sueño y en
este mundo alquilado por cien pesos, dejo mi amor, mi vagina abierta, mi libertad
mancillada y mis alas rotas. Que bello fue tenerte en este mundo azul.
Como una absurda obra de Ionesco,
el destino, vestido de payaso, la ausencia en traje de gala y nuestra historia
enterrada boca arriba con el catafalco entreabierto.
- No paso debajo de una escalera para no
encontrarte y no rompo espejos. Pero, igual, estas aquí, donde vivo y muero.
Desde entonces, el unicornio
quiere ser devorado por el dragón como en aquella tarde devoraba el pan mojado
por la leche.
Los martes, Wendy, vierte dos
cucharadas de azúcar a su taza de café con leche descafeinado, muerde su bísquet
y suspira, ya no le importa la nata.
® 2010, Andrés Castuera-Micher.
Publicado en el libro "Renglones que saben a Ciudad", 2017.