Un héroe más entre la gente, tras
un insulto y treinta segundos de vida obligada, sus pasos no lo iban a llevar a
donde él quería, su boca no podía decir nada y su hambre solo podía repetir la
palabra cebolla una y otra vez. Su panza vacía quedaba sola de nuevo, en la
espera, ahora con un par más de problemas y con esa mirada en la cara, de un
secreto que sólo dos conocen. Esos dos problemas más: el de su panza y el del
aroma ausente de una cebolla que, de no haberla arrojado por el puente,
cambiaría la historia. De ese puente que, corriendo, saltaba el charco del
sueño, del sueño color lodo, sabor cañería.
- Y todo por
no bajarme en la estación anterior y como siempre. - Reflexionaba en una postal
típica del metro Oceanía a las seis menos diez, cuando llenos de soledad, van
todos hacía el Politécnico...
Su novia, la del apodo original,
esperaba una o quizá dos o tres o quizá cuatro o cinco cebollas, pues al día
siguiente, sin saberlo ya era madre; para este caso refiérase al día siguiente
como ayer...
Si no hubiera ido tan rápido el
metro, si el malestar estomacal de algunos de ellos no se hiciera latente,
quizá iría sentado sin tener que soportar el tufo de sus desayunos frustrados.
Su cebolla, a pesar de todo, aún olía a cebolla. En esos gases había de seguro
tantos fármacos que le hubieran hecho soñar, a su cebolla, él ya no soñaba,
desde la última vez que se durmió con música para niños, como si tuviera ocho
años, y despertó, antes del amanecer, con el fantasma de su madurez.
Quinto vagón, estación Oceanía,
seis menos cinco, a tres minutos de arrancar, de esas veces en las que uno se
entera que el metro es un tren de a mentiritas, de que tiene llantas de hule,
no como en las películas. Se había tirado un tipo porque nadie le entendía que
quería ser mujer y le ponchó una llanta al metro, de las más de mil que debe
tener, porque si no, no aguantaría tanta gente ni tantos aromas. El güey este
se murió con todo y que su cebolla y su novia – misma que ignorándolo él, por
reglas morales, ya era su esposa – el caso es que la cebolla todavía olía a cebolla
a pesar del estúpido o estúpida suicida, en fin, una llanta más, un cadáver
menos, sin más que hacer, que esperar la próxima llanta...
De esa muerto, o ese muerta, el
sol de la tarde ocultaba la llanta y su secreto. Una mezcla de impaciencia y
angustia se desprendía del humo de sus cigarros, los que no podían fumar o no
podrían subir al vagón...
Entonces tuvo que correr, tenía que
llegar antes que el metro y voló hacía el otro lado, se acordó que primero iba
a pasar al aeropuerto, le gustaba imaginar que era un aeroplano antes de volver
a su realidad.
En el puente peatonal, varias
veces estuvo a punto de tirar su cebolla; a ella no le gustaba la cebolla, él
desafortunadamente, como todo héroe, no lo sabía. Ningún héroe sabe, que, en
realidad, la dama no quiere ser rescatada. Él, ya cerca del otro puente, bajo el
cual esperaba ella. Mientras tanto, ese metro naranja, grandotote yacía cual
vehículo sin vida, esperando a alguien que ayudara. Ella mientras tanto, en la
caja, guardaba los pesos que él le había dado, el otro él, no el que traía la
cebolla, ese no pagaba, a ese sí lo quería. Esa caja hacía un sonido peculiar
mientras caían las tres monedas de a diez pesos, esperando su comida – sin
saber que era una cebolla – cerró aquella caja de música, cuyo sonido era su
único compañero de verdad.
Cerró aquella caja con una
sonrisa, escondiéndola hasta el próximo encuentro y, sin saber que las monedas
llevaban algo de semen fértil dentro de ella, se dedicó a contar el dinero con
los ojos cerrados; sabiendo que llegaría el héroe y de nuevo cesaría la ilusión.
El sonido del deseo calló por un momento.
Preparado a iniciar su viaje, el
metro con llanta nueva y trozos de hombre y trozos de mujer, arrancó hacía la
estación Misterios, a él ya no le importaba, su cebolla era su único misterio.
Los mejores secretos son de dos,
por eso no le diría a ella que había robado la cebolla, todo se reduciría a
entregarla y después sexo con aroma a cebolla. Es que cuando dos comen cebolla,
entonces los mejores secretos son de dos.
El puente era muy largo, y había
mucha gente, entonces caminando con resignación como una cara más entre la
gente...
Ella dormida, evitando despertar
y de nuevo ver la desesperación de no poder escapar y es que cada vez que se
duerme de día sueña con el duende que la lleve lejos; ese duende al que conoció
con un trozo de peyote a cambio de lo que siempre daba a cambio y, ahora, por
haber soñado demasiado estaba más acompañada que antes, y más sola también.
Él, sin peyote, con una cebolla y
un hijo no deseado, era llevado aprisa, pero silenciosamente por la tumultuosa
corriente de la costumbre.
El duende, producto de la
imaginación, los fantasmas del pasado, un peyotazo o el reflejo de un hijo
dentro, venido de quién sabe dónde, quizá de los treinta segundos de vida no
deseada, producto de esa eyaculación precoz y mientras tanto él y su maldita
cebolla caminaba con una exaltación en el rostro, y un gran peso entre las
manos, los escasos ciento cincuenta gramos, eran apenas una aproximación al
peso de haberla cargado desde la Central de Abastos hasta... pues hasta donde
llegara, recordando que no era más que un ladrón deseando acostarse con la
puta, deseando siempre un destino diferente, aferrándose al actual, finalmente,
tenía cinco pesos en la bolsa y decidió robarla...
No llegaba él, no llegaba la
cebolla y el embarazo tenía algunos minutos de más o de menos...
- Cansada de
la espera, decidí caminar buscando quien me salvará de esta culpa y no encontré
nada – se decía sin saber que la culpa de él era mayor a la culpa de ella y que
crecería más mientras más pronto llegará esa cebolla indeseada...
Entre tanto, su anhelada realidad
se posaba frente a ella: una prostituta de verdad, se pavoneaba de un lado al
otro de la esquina. Ella se cansó tres veces más de caminar, y tuvo que dejar
de hacerlo.
-Si tan solo
fuera como ella – reflexionó mientras que la profesional sólo pensaba en
conseguir un cigarro.
La prostituta se veía a sí misma
en sí misma y en esa ella que no era ella. Que no era ella pero como si lo
fuera, esperando algún cliente, algún hombre. Lo único que no esperaba ninguna
de las dos era una cebolla.
La puta, por la mañana, esperando
serenamente frente al espejo, sin otra compañía que su reflejo, notaba lo
evidente esa noche en vela; prueba evidente era el reiterante inconsciente
gritando “¡A chingá! Tomé mucho café de negro, cambiaré al té de manzanilla.”
Mientras tanto, la del duende,
sonriendo como siempre, sin necesitar a nadie más que ella misma, tratando de
tener un propósito, queriendo evitar lo inevitable: Indiferencia ante la
sociedad.
Cada vez volverán a robar, él y
los otros, claro que a los otros la cebolla les parecía poca cosa y decidían ir
tras un trozo de carne; siempre creían que él robaba cebollas para que nunca lo
alcanzaran. Lo de siempre: los malos-buenos nunca reconocidos y los bueno-malos
nunca olvidados.
Como una línea paralela, él y a
la que ella envidiaba, siempre la misma rutina: uno surtía la receta para que
el otro sanara.
El duende no sabe si será soñado otra
vez, el duende dentro de ella sabe que lo mejor es no estar nunca más entre la
gente, él o ella, como el que se tiró en el metro, en cierto modo todo ser
humano es travestí antes de los tres meses o lo que el ultrasonido disponga.
Este duende (ingenuo amigo ¿cuándo vas a respirar?) el maldito duende como un
sueño recurrente y su insomnio por miedo al maldito SIDA, siempre viviendo de
los fantasmas de su pasado.
Él y su cebolla en el umbral de
su cueva, como una advertencia, ella adentro, la profesional fuera y como un
recuerdo de que “en el camino de alguien no debes cruzar” una solterona y
solitaria princesa de cuento viendo su vida en el espejo y dentro la otra loca
soñando al duende y gestando un duende. La danza de la sombra abraza al
fantasma de la locura. No supo que hacer, la puta tan sensualmente solitaria
que ya había perdido la elegancia y, dentro, la mamá del pequeño duende aún
sigue esperando.
Esclavo del subconsciente era
siempre, con su cebolla y los deseos dentro del pantalón. ¿Cómo pudo pensar que
una puta podría pagarse con una cebolla?
La cebolla llena de sangre. Ella,
la ella profesional, tendida en el suelo perdida, solitaria, ahí quedó. Cuando
lo vio venir hacia ella, supo que era él y enamorada en secreto de su mismo
hombre, de aquel que la liberó –retomando, con olor a cebolla - pensando en ser
encontrada y ayudada, ya no sería más la perseguida y acechada de amor. Al fin
había dejado de trabajar...
Pero es que la desnudez lo
alejaba de la cordura y le arrojó esa sucia sudadera plagada de mugre y algo de
Resistol cinco mil y, como un velo, mantenía su cabeza en el lugar conveniente,
mirando ese pedazo de sol que era en realidad un farol en medio de la calle.
No fue el suspirar de su aliento
la primera vez, ni tampoco fue la última, tan sólo fue el destello de una gran
sonrisa: la última.
Y dentro de la cueva, esperando
su cebolla, una que en realidad no quería, soñaba una realidad que no quería. Es
triste ver como los débiles se vuelven eternos y los más débiles solo son
recuerdos.
Corrió mientras la puta, que
cínica ironía, estaba como al principio: sola rodeada por la muerte.
En la cueva ella, solitaria,
pensando en su sueño que nunca se volverá realidad como el caer de esas de a
diez, como la música de tu caja solitaria-duende. Ahora dormían las dos, las
envidiadas, la ella-duende y la ella que manchó la cebolla con su última cita.
Él corría de regreso en ese
puente que le había negado el paso de ida, pero ahora le abría el paso a una
escapatoria, corriendo por llegar a algún lugar, quedó sin paz y huyendo de un
interminable miedo.
Una huida repentina de algo
(esposa) solemnemente insólito (esposa obviamente platónica) ... y cada mes
volveremos a escapar de robar carne o cebolla, quizá esa mujer guion hombre no
comprendió que ese metro no paraba, pero él sí sabía que esta cebolla estaba
manchada de la frustración por no tener ciento cuarenta pesos.
Nunca sabrá de la espera en esa
cueva de cemento, de esa práctica diaria de perder la cotidianeidad. Ella se
tragó la saliva de la desesperación, mientras en ese escape perfecto inventado
por él mismo se llevó apenas recuerdos vagos e insólitos…
Respecto a esa estúpida cebolla, terminó
arrojada a un baldío cercano
La mamá del duende indeseado
despertó pensando en su desafinada cajita de música de sonido a monedas de a
diez. Hace tres cigarros que lo iba a dejar de esperar. El deguste del último
cigarro se adhiere al pulmón y enamora al corazón. Ignora que el único que la
besaba en la boca, había estado a tan sólo un paso de estar con ella y de nuevo
hacer lo único que sabían hacer sin deprimirse. Entonces se tragó la saliva de
la desesperación, su salida apareció como la imagen de la soledad.
Alegre sarcasmo sobre la ironía
de ser libres: él no llegó, su valor lo defraudó, ella ya no estaba dispuesta a
ser una prostituta amateur y el duende no estaba dispuesto a ser soñado de
nuevo.
El Metro llegó a la estación
sobre el puente en que ella quedó como péndulo con la última esperanza de que
el tiempo encaneciera mientras ese irónico vagón aún regaba pedazos de hombre y
de mujer simultáneamente.
Él volvió sin cebolla, con
manchas de cebolla y ya no olía a cebolla. Su sueño estaba aún sobre el lodo.
El péndulo, el duende, todos ellos mientras el metro arrancaba de regreso a Pantitlán,
pasando por Misterios. Ellos murieron de nuevo.
® 2004, Andrés Castuera-Micher.
Publicado en 2017
en el libro "Renglones que Saben a Ciudad"
Siemplemente, hermoso. Simplemente, haces poesía con las palabras. Un cuento sencillamente magistral.
ResponderEliminar