Alicia había decidido alcanzar
las estrellas; ahora más que nunca lo necesitaba y sus brazos se estiraban
hacia arriba intentando tocar el cielo.
Ya en el suelo, a pesar del dolor
de la espalda, no dejaba de estirar las yemas de esos deditos pequeños que
apuntaban lo más alto que podían.
Desde entonces, imaginaba que
podía levantarse de su silla de ruedas y, con su mirada más lejos que sus dedos,
una noche encontró la tercera estrella entre los dos árboles del jardín, a la
que ella llamaba Merak. No es que supiera mucho de estrellas, pero recordaba
haber leído ese nombre en algún mapa estelar en algún lugar en el armario.
Merak había llegado a su vida
para salvarla de la soledad y del mundo hermético que Alicia había creado para
sí. En ese mundo, el cielo no era sino un fenómeno de evaporación y precipitación
del agua, era un universo real con seres llamados estrellas que escuchaban y,
en ocasiones, cumplían deseos.
Buscaba otra compañía. Su madre
nunca quería jugar a buscarle forma a las nubes. Y cuando lo hacía, no solía ver más allá de
“bolas de algodón”. Y así, entre charlas de televisión de su madre con las
vecinas y catálogos de productos de belleza a buen precio, se le iba la vida en
un rincón.
En uno de esos días fue que
encontró en el armario, en ese que su mamá tenía cerrado con llave, en esos
triques, se topó con un viejo telescopio. Tuvo que armarlo a escondidas durante
tres semanas por su falta de pericia y las recurrentes intervenciones en el
cuarto por parte de su madre quien, más temprano que tarde, la descubrió.
Alicia defendió como pudo ese
telescopio gris, pero se lo quitaron. Era algo así como lo único que quedaba de
ese, que ni nombre tenía en esa casa, pero, que, por el enojo de su madre,
dedujo que aquel tubo mágico había pertenecido a su padre.
El telescopio quedó destruido sin
argumentos y así, inservible fue arrojado en la basura. Alicia, con su sueño
destrozado, subió por las escaleras, luego en la azotea, buscó a su padre entre
las estrellas que podían verse, le gritó hasta quedar sin voz, quería irse con
él, tenía miedo de no poder reconocerlo sin el telescopio.
Se quedó callada para ver si
escuchaba respuesta, cruzó los brazos un momento y tres lágrimas después voló,
quiso alcanzar las estrellas.
Alicia había decidido alcanzar
las estrellas.
® 2009, Andrés Castuera-Micher.
Publicado en 2017
en el libro "Renglones que Saben a Ciudad"
No hay comentarios:
Publicar un comentario