Y salían una tras otra las
mariposas de su garganta, el oxígeno aturdía el poco cerebro que no se había
destrozado. Cuatro años tenía la mano abrazada al biberón de la menor ahora
fuera de la ventana que nunca dejó de soñar.
Fierro alemán, doscientos
cincuenta caballos de fuerza color plata rapidísimo. Año y modelo casi
indefinido... vestiduras de piel.
Sin nubes, con colores todos menos azules,
tampoco blanco y si se le ocurre a algún pintor, quizá un azul con malva
oscuro.
El minuto antes del sueño,
aunque, obvio, no siempre se sueña mientras se duerme y ni modo, si se puede
dormir sin soñar, y un poco de luz...
Circuito Interior, curva doce,
pasando encima del entronque con alguna calle trece y un martes diez de octubre;
calles con nombres de río, pero sin agua…
Las ideas se disolvían con la
lluvia y la lluvia sólo borraba las huellas de sus manos y sus ideas color
malva volaban y revoloteaban y un poco más y quizá hubiera caído por allá.
Ideas llenando de dicha lo vacío.
El ángel no estaba en la puerta y
la puerta no llegaba a ningún lado y ese lugar cada vez tenía menos que hacer
ahí. Un cielo infernado o un infierno acielado.
La manita, de ahora solo tres
dedos, había soltado la muñeca; es increíble lo que un fierro de tal gris puede
hacer a una serie de dedos que señalaban la luz mientras que las mariposas...
diez... tres... cuatro… comenzaban a salir. Pero sin la luz no se hubieran visto
las mariposas.
Mientras tanto, la vida saliendo
por la cabeza y las patadas de ese caballo de acero, rápido, rápido y más
rápido y como sabiendo a donde ir: iba, hacía ninguna parte, claro... antes
pasaría a dejar algunos recados para ser leídos, luego, en otro momento.
No podría afirmar que son sesenta
segundos los que el alma tarda en decidir, o en el que algún titiritero con
palancas en esto de la escena en soltar las cuerdas, el tiempo pues, decisivo
al fin, el que no esperó a que cumpliera cinco.
Paulita está nerviosa, no conoce
este lugar, no es el cielo de su abuela ni el infierno al que papá mandaba al
jefe de la oficina cada viernes en la noche. Aquí no había nada y cómo hubiera
querido encontrar nubes y sí, sí había silencio y... las nubes no hubieran
querido recibir a Paulita esa noche.
La manita de Paulita y esas ganas
de aferrarse a los juegos del abuelo no querían abrirse, sin saber que el abue, el tata, estaba bien
cerca y dormido... bien dormido.
Y cada río cercano, sin agua,
convertido en calle, que pasa por aquí
se acordará de los trocitos de ilusión, la lluvia, hoy, los llena de agua que
sabe a ronda infantil truncada y que no
llegó a quinto de primaria, tampoco las mariposas, pero el agua, color
gris-malva-mariposa, seguro los lleva a todos del entronque al drenaje y al mar
luego y, de allí, a ningún lado, por lo menos no a la nube y en vez de ángeles:
tiburones.
En vez de cielo: mar. Y después
de todo, a ellos les gustaba el mar, mucho aunque no naden (pues ya no pueden)
... y los sueños de Paulita se caen a pedazos como esas mariposas que escapan del
asfalto ensangrentado.
Quedan dos pedazos de cerebro y
de canas y algún libro de cuentos con un separador de hojas y, las hojas bien
separadas, por las mariposas y las gotas de lluvia y el polvo y dos dedos
flotando y están saliendo una tras otra, una, dos, tres... las mariposas se
acabaron.
Todo parece terminar en la
esquina de otro río letal. Acá los fierros ya no valen nada y menos sin
llantas, ¿ya para qué?
Y sin Paulita y sin dedos y sin
cuento y sin el separador, pues la lluvia era lo menos importante. El separador
extraviado y el auto no tenía ni gasolina. Así ¿cómo iba a saber tatita en que
parte del cuento se quedó?
Sólo algún transeúnte curioso,
podrá contar el final del cuento...
® 2009, Andrés Castuera-Micher. Publicado en 2017
en el libro "Renglones que Saben a Ciudad"
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