Cuando te subes al metro, puedes
tener en la cabeza más de cien cosas: el calor, los apretones, la hora, el
trabajo o la música reventándote los oídos, entre muchas otras que son parte
del cotidiano andar por los túneles, andenes y vagones; pero difícilmente piensas
que uno de esos viajes puede cambiarte la vida de forma definitiva o darte una
prueba de fe cómo la que Noé me enseñó aquel día en Lindavista…
Iba sumamente retrasado, tenía
quince minutos para llegar o perdería la oportunidad que había esperado por meses.
Desde Vallejo comencé a dar por perdida aquella cita tan importante, en
Instituto del Petróleo el tren tardó más de siete minutos, lo que le restó la
mitad, al tiempo que me quedaba para llegar con una puntualidad de quince
minutos tarde.
Cuando por fin se abrieron las
puertas en Lindavista, mis pasos explotaron, llevando tras de sí el resto de mi
cuerpo, resignado, pero impulsado por la prisa.
Y precisamente en ese momento, en
el que no quería nada que me detuviera, llegó él.
- ¿Me puede
llevar a la salida? - Escuché tras de mí; pero por la prisa me dispuse a
ignorar esa voz.
- Amigo, ¿sí
me puedes ayudar? Es que creo que me equivoqué de escalera y me perdí –
continuó la voz de aquel señor con bastón y mirada ausente.
Tratar de ignorarlo por segunda
vez ya era un acto de verdadero desacato a las reglas mínimas de la moral. A
estas alturas me quedaba claro que, aquel ciego, me haría perder
definitivamente la cita de las cinco, a la que pretendía llegar a las cinco y
veinte.
- ¿A qué
salida vas? – Le dije resignado, pero
con una voz que denotaba mi incomodidad al haber sido interrumpido en mi
carrera contra el reloj.
- A la que da
al sitio de taxis – Dijo agradecido, al tiempo que me tomaba del brazo
adoptándome como Lazarillo provisional.
- Me llamo Noé
– Me dijo. - Es que voy a esperar a mi mamá.
Sabía perfectamente la salida a
la que se refería y era exactamente la contraria a la que yo buscaba, sin
embargo, cedí a llevar al ciego a la espera de su madre. Veinticinco minutos
después de la hora de mi cita, no había más que hacer.
Mientras subíamos las escaleras,
el señor me iba diciendo cosas a las que no puse mucha atención, eran
demasiados lentos sus pasos y mi prisa no pudo hacer que se apurara siquiera un
poco. Pero, de pronto, una pregunta que me hizo me puso la piel chinita.
- ¿Amigo,
crees en Dios? – me dijo en el penúltimo escalón.
Confieso que no supe que
responder, el tono de su voz era una mezcla entre ternura, devoción y duda.
Sencillamente musité algo entre dientes, algo parecido a una afirmación
complaciente.
- Pues
deberías – me dijo clavándome sus ojos ciegos, cómo si supiera exactamente
dónde estaba mi mirada. – Acá me quedó, gracias. – Añadió mientras se sentaba
en una jardinera de piedra, la cual había calculado con suma precisión.
- ¿Aquí vas a
esperar a tu mamá? – Le dije preocupado al ver la soledad y lo peligroso del
lugar.
- Sí, muchas
gracias. – Concluyó mientras recargaba la barbilla en su bastón.
Satisfecho a medias, corrí al
café dónde me habían citado. Afortunadamente, otra serie de asuntos, habían
entretenido a las personas que tenía que encontrar. Durante las más de cuatro
horas que duró la reunión, una y otra vez, venía a mi mente la pregunta que
aquel ciego me había hecho y que no pude responder. ¿Creía yo en Dios?
De regreso, pasaban ya de las
diez de la noche, cuando caminé a la entrada de la estación Lindavista y, antes
de ingresar, no pude evitar mirar, al
otro lado de la avenida, al sitio en que había dejado a Noé y, cuál sería mi sorpresa, al ver que seguía ahí, como estatua de piedra.
A la velocidad de un gatillo que
se activa accidentalmente, bajé la escalera a velocidad récord, pero, en lugar
de ir a los torniquetes, me dirigí a la otra salida y no pude evitar dirigirme
a él, en el mejor de los casos, se había quedado dormido y era momento de
despertarlo. Pero dirigió sus ojos hacía mí, lo que me avisó que estaba
totalmente despierto.
-
Hola, amigo. ¿Ya de regreso? – murmuró cómo si hubieran pasado cinco minutos.
- ¿Estás
seguro que es aquí? ¿En la salida del metro Lindavista? – Le dije a Noé que
seguía en la misma posición y lugar en que lo había dejado.
- Sí, amigo,
es aquí. Frente al sitio de taxis. Ya no debe tardar – Continuó con una calma
difícil de entender.
- Pero llevas
más de cuatro horas esperando.
- Llevo
esperando desde los doce años, amigo. Mamá
me dijo, aquí espérame, no me tardo y no
te muevas de aquí. Así que ya no debe tardar.
Desde entonces, sin que Noé lo
sepa, me siento todas las tardes, de cinco a seis, a esperar con él, en la jardinera de enfrente.
®Andrés Castuera-Micher (2012)
Publicado en la revista "Merolico" Número 5, Agosto 2012.
Publicado en 2017, en el libro "Renglones que saben a CIudad"
Publicado en 2017, en el libro "Renglones que saben a CIudad"
!muy lindo!... y que hermosa lección !! aun ,cuando el tiempo era preciso, justo , venció más la bondad y el detenerse ayudar al que lo estaba necesitando, ahí es donde se manifiesta un ser supremo, para probarnos.
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