Llevaba poco tiempo viajando en
metro y por eso desconocía la magia de los túneles y, sin saberlo, estaba por
escribir una de las historias que sólo se pueden escribir en los vagones
anaranjados, en que diariamente se comenzaban historias inconclusas en la
imaginación de cada pasajero.
Subió en Auditorio; cansada, los
tacones le habían recordado que los zapatos lisos eran una mejor opción. La
falda no se veía tan corta como al sentarse en uno de los asientos que la subían
a varios centímetros de la rodilla.
Desde ahora, tendría que
adaptarse a la nueva forma de viajar.
Ella no solía viajar en metro,
pero las cosas, a veces, cambian.
Atenta a cada parada, con el
franco deseo de que lo más pronto posible el camarón anaranjado le indicara el
momento de bajarse, Beatriz no desviaba la mirada del cristal.
Sabía que la miraban, varios ojos
se interesaban en su falda, en su cabello perfumado e impecable, pero ella,
envuelta en gotas de perfume, prefería no pensar en ello y alternaba, con el
reloj, el diálogo de quienes reducen su viaje al deseo de terminarlo.
En Tacuba, entre la multitud que
baja y la que lucha por subir, un rostro familiar tomó el asiento frente al de
Beatriz: Unos ojos enormes, marrón, con cejas imponentes y la frente apenas
mojada por el sudor.
Beatriz incrédula clavó su mirada
en el rostro de aquel hombre que no miraba otra cosa que sus rodillas.
Si los latidos de su corazón, que
aumentaban a cada segundo, no estaban equivocados, se trataba de aquel que, en
la secundaria, la había tomado de la mano por primera vez en medio del patio,
para decirle que ella era la niña más bonita de toda la escuela…
Mientras luchaba por encontrarse
de frente con esos ojos oscuros, recordaba en su memoria todas las cartas que
él le había escrito, los dibujos y las flores que, en la graduación,
aparecieron afuera de su casa.
De pronto, él levantó la mirada y
Beatriz notó que sus ojos no se habían desviado a la velocidad necesaria.
Quería verlo el poco tiempo que
les quedará en ese reencuentro. Ella nunca pensó que el metro le enseñaría
nuevas formas de mirar, pero de pronto el cristal ya era su cómplice cuando, en
los túneles, la oscuridad se volvía un espejo que le mostraba a aquel recuerdo
sentado frente a ella mirando a todas partes excepto a la falda de Beatriz.
¿Por qué si todos la miraban a ella, él, aquel niño que la quiso siempre, no lo
hacía?
Tenía que ser él, aunque según
recordaba, él no solía viajar en metro, pero ella tampoco lo hacía y al
parecer, las cosas pueden cambiar.
El tren se detuvo por más de diez
minutos en el túnel antes de llegar a la estación Refinería; pero el tiempo no
fue suficiente para que Beatriz recordara su nombre, pero ahora estaba segura
de algo, él tampoco se acordaba de ella.
¿Cómo podría haberla olvidado?
¿Tanto habían cambiado sus ojos? ¿No bastaba haber conservado siempre el mismo
color de cabello? ¿Sería que no reconocía el olor de su perfume que no era el
mismo de la secundaria?
Beatriz sintió correr una lágrima
por su mejilla. Siempre se quejaba del calor, de la multitud del ruido del
metro, pero jamás pensó que tendría que quejarse también de los recuerdos.
El metro retomó su marcha, como
si la oportunidad de este reencuentro hubiera sido desperdiciada. Beatriz bajó
la mirada, sólo esperaba dos estaciones más para bajar a llorar con las tonterías
de su pasado y olvidar, por segunda vez, en alguna junta de oficina, a ese niño
al que quiso por más de cuatro años.
Él se levantó dispuesto a bajarse
en Refinería, a tan sólo una estación de dónde Beatriz trabajaba todos los días
desde hace más de cinco años (que injustas eran las coincidencias).
Ella sólo esperaba lograr ignorar
su paso hasta la puerta, ya no le daría más importancia a ese insolente que le
había olvidado.
Se abrió la puerta, él se detuvo
junto a ella, le tomó la mano, y mientras la besaba con la mayor de las ternuras
le dijo: Adiós Beatriz, estás más linda que nunca.
El corazón de Beatriz comenzó a
latir a la velocidad a la que no salen las palabras. No hizo nada más que mirarlo mientras él
sonreía alejándose del pasillo.
La sonrisa le duró a Beatriz
hasta la estación El Rosario, cuando descubrió
que se había pasado de su destino y que era la estación terminal y tenía que
bajar.
No recordó su nombre, pero
tenía claro porque había nombrado a ese niño El amor de su vida.
®Andrés Castuera-Micher (2012)
Publicado en la revista "Merolico" Número 4, Julio 2012.
Publicado een 2017 en el libro: "Renglones que saben a Ciudad"
Publicado een 2017 en el libro: "Renglones que saben a Ciudad"
Hermoso !!!
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