Estaba más ausente que nunca,
convenciéndose de que no se irá a pesar de las críticas y de aquellos aplausos
que decidieron callar esa noche. Su mirada se clavaba en la tercera fila de
butaca. Todo estaba sentenciado: la dama había llorado sin lágrimas.
La dama por fin había entendido
la muerte de Emilio, sin embargo, Arturo, ese actor insensible, sólo se
esforzaba en acentuar el gesto de desagrado causado por el descontento de un
público más ausente que las lágrimas líquidas de Silvia.
Arturo no había llorado por la
muerte de Emilio, su cadavérica figura tumbada sobre las tablas del escenario
no entendía nada, solo conservaba aquel gesto…
Silvia... por fin había logrado
asesinar a Emilio, a pesar de la opinión de Arturo, sin importarle el silencio
en la sala. Quizá la insensibilidad del iluminador distrajo un poco el brazo de
la dama cuando azotaba la daga en el pecho de Arturo Emilio.
Sólo un idiota como él, era capaz
de apagar la luz en el momento más emocionante.
Sabía que nunca se iría. Silvia
había inmortalizado sus pasos sobre el escenario, como lo había soñado desde
hace tanto tiempo y, ahora, Emilio Arturo también era inmortal, al menos
teatralmente hablando. Nunca podría recibir un agradecimiento de su parte, pero
le había dado la inmortalidad.
Uno a uno, los espectadores
dejaban la sala con una prisa difícil de entender para la dama de la daga y aún
más para Silvia.
¿Y qué sería de aquel camerino en
que Arturo se vestía de Emilio? No le importaba, de lo que estaba segura, era
de que ya nunca más me hablaría de esa forma; nunca más se pararía con ese aire
de galán detrás de la pobre dama sin nombre del quinto renglón del programa de
mano. Silvia jamás volvería a sentir lástima de verse en el espejo.
® 201o, Andrés Castuera-Micher. Publicado en 2017
en el libro "Renglones que Saben a Ciudad"
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