Yo no he visto a ningún muerto
que resucite. Las manos todavía olían a sangre y la sangre todavía olía a
culpa.
-Arrepiéntete
y dios habrá de perdonarte - Dijo el sacerdote oculto en la comodidad de su
recinto “confesional” desde donde pensaba en aquella catequista de ojos verdes
ignorando los ojos llenos de odio de Martín.
- ¿Dios
me perdona padre, por haber matado a mi hermano?
Las respuestas del cura dieron a
Martín la seguridad de empuñar su pistola. El cura se acomodaba las gafas al
tiempo que la pequeña Clara aceleraba sus labios y lengua arrodillada ante su
sexo.
- No me
entiende- prosiguió – no me arrepiento padre, lo maté y quiero que dios me
perdone, porque de todos modos lo hubiera matado algún día.
El padre se disponía a meter la
mano dentro de la blusa rosada de la niña para corresponder a aquellas caricias
obligadas y silenciosa… Casi no podía escuchar la voz quejumbrosa de Martín. Sólo
quería terminar pronto esa confesión para desnudar de nuevo ese cuerpo que
invadía su mente noche tras noche.
- No me
entiende padre – prosiguió Martín con la vida hecha pedazos.
- Ve y no
peques más – digo el cura casi de forma autómata.
- ¿Dios me ha
perdonado?
- Dios lo
perdona todo… - prosiguió conteniendo los gemidos que auguraban una eyaculación
bastante copiosa.
Martín salió agachado del
confesionario, miró con tristeza al hombre que expiaba en la cruz los pecados
que él acababa de cometer. Se llevó el
revólver a la boca y el disparo musicalizó el semen que llenaba la boca de la
hija de Martín, oculta y arrodillada, ignorando que la boca de su padre, al
mismo tiempo, se había llenado de pólvora.
® 2007, Andrés Castuera-Micher. Publicado en 2017
en el libro "Renglones que Saben a Ciudad"
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