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20/8/12

Beatriz

  
Llevaba poco tiempo viajando en metro y por eso desconocía la magia de los túneles y, sin saberlo, estaba por escribir una de las historias que sólo se pueden escribir en los vagones anaranjados, en que diariamente se comenzaban historias inconclusas en la imaginación de cada pasajero.

Subió en Auditorio; cansada, los tacones le habían recordado que los zapatos lisos eran una mejor opción. La falda no se veía tan corta como al sentarse en uno de los asientos que la subían a varios centímetros de la rodilla.

Desde ahora, tendría que adaptarse a la nueva forma de viajar.

Ella no solía viajar en metro, pero las cosas, a veces, cambian.

Atenta a cada parada, con el franco deseo de que lo más pronto posible el camarón anaranjado le indicara el momento de bajarse, Beatriz no desviaba la mirada del cristal.

Sabía que la miraban, varios ojos se interesaban en su falda, en su cabello perfumado e impecable, pero ella, envuelta en gotas de perfume, prefería no pensar en ello y alternaba, con el reloj, el diálogo de quienes reducen su viaje al deseo de terminarlo.

En Tacuba, entre la multitud que baja y la que lucha por subir, un rostro familiar tomó el asiento frente al de Beatriz: Unos ojos enormes, marrón, con cejas imponentes y la frente apenas mojada por el sudor.

Beatriz incrédula clavó su mirada en el rostro de aquel hombre que no miraba otra cosa que sus rodillas.

Si los latidos de su corazón, que aumentaban a cada segundo, no estaban equivocados, se trataba de aquel que, en la secundaria, la había tomado de la mano por primera vez en medio del patio, para decirle que ella era la niña más bonita de toda la escuela…

Mientras luchaba por encontrarse de frente con esos ojos oscuros, recordaba en su memoria todas las cartas que él le había escrito, los dibujos y las flores que, en la graduación, aparecieron afuera de su casa.

De pronto, él levantó la mirada y Beatriz notó que sus ojos no se habían desviado a la velocidad necesaria.

Quería verlo el poco tiempo que les quedará en ese reencuentro. Ella nunca pensó que el metro le enseñaría nuevas formas de mirar, pero de pronto el cristal ya era su cómplice cuando, en los túneles, la oscuridad se volvía un espejo que le mostraba a aquel recuerdo sentado frente a ella mirando a todas partes excepto a la falda de Beatriz. ¿Por qué si todos la miraban a ella, él, aquel niño que la quiso siempre, no lo hacía?

Tenía que ser él, aunque según recordaba, él no solía viajar en metro, pero ella tampoco lo hacía y al parecer, las cosas pueden cambiar.

El tren se detuvo por más de diez minutos en el túnel antes de llegar a la estación Refinería; pero el tiempo no fue suficiente para que Beatriz recordara su nombre, pero ahora estaba segura de algo, él tampoco se acordaba de ella.

¿Cómo podría haberla olvidado? ¿Tanto habían cambiado sus ojos? ¿No bastaba haber conservado siempre el mismo color de cabello? ¿Sería que no reconocía el olor de su perfume que no era el mismo de la secundaria?

Beatriz sintió correr una lágrima por su mejilla. Siempre se quejaba del calor, de la multitud del ruido del metro, pero jamás pensó que tendría que quejarse también de los recuerdos.

El metro retomó su marcha, como si la oportunidad de este reencuentro hubiera sido desperdiciada. Beatriz bajó la mirada, sólo esperaba dos estaciones más para bajar a llorar con las tonterías de su pasado y olvidar, por segunda vez, en alguna junta de oficina, a ese niño al que quiso por más de cuatro años.

Él se levantó dispuesto a bajarse en Refinería, a tan sólo una estación de dónde Beatriz trabajaba todos los días desde hace más de cinco años (que injustas eran las coincidencias).

Ella sólo esperaba lograr ignorar su paso hasta la puerta, ya no le daría más importancia a ese insolente que le había olvidado.

Se abrió la puerta, él se detuvo junto a ella, le tomó la mano, y mientras la besaba con la mayor de las ternuras le dijo: Adiós Beatriz, estás más linda que nunca.

El corazón de Beatriz comenzó a latir a la velocidad a la que no salen las palabras.  No hizo nada más que mirarlo mientras él sonreía alejándose del pasillo. 

La sonrisa le duró a Beatriz hasta la estación El Rosario, cuando descubrió que se había pasado de su destino y que era la estación terminal y tenía que bajar.
No recordó su nombre, pero tenía claro porque había nombrado a ese niño El amor de su vida.


®Andrés Castuera-Micher (2012)
Publicado en la revista "Merolico" Número 4, Julio 2012.
Publicado een 2017 en el libro: "Renglones que saben a Ciudad"

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